Un cielo negro
acapara toda la ciudad. Algo no hacemos bien, pues si tanto esfuerzo y
dedicación ponemos para la Semana Santa, ¿por qué Dios nos trae estas grandes y
oscuras nubes? ¿Por qué ese empeño en que no podamos sacar las procesiones a la
calle? ¿Quizá es porque sólo nos acordamos una vez al año de Él? ¿O quizá es
por el nulo caso que le hacemos a nuestra ciudad el resto del tiempo?
Todo apunta a que
hoy será una noche vacía. Una noche, la del Viernes de Dolores, que va a
convertirse en un viernes como otro cualquiera. La primavera ha comenzado, pero
aún no podemos oler la delicada brisa que los jardines de esta ciudad
amurallada traen consigo en estas fechas.
La lluvia, que no
viene sola, se desmorona brutalmente. Un fuerte viento la acompaña, avisando de
que Dios está enfadado. ¿O quizá lo que está es triste? Nosotros, más
preocupados y atontados con la tecnología del siglo XXI, no pensamos en lo que
pueda suceder ni ahí arriba ni en ningún otro lugar que esté fuera de nuestro
entorno. El egoísmo predomina en nuestras vidas.
La noche ha caído
y, mientras tanto, en una pequeña Iglesia románica ubicada extramuros de la
ciudad, se reúnen cientos de personas vestidas con una túnica con inspiración
monacal, de estameña blanca y calzadas con sandalias franciscanas. Están
preocupadas porque fuera sigue lloviendo. El altar lo preside un pequeño Cristo
gótico de autor anónimo, que no deja de observar a los hermanos que se han dado
cita, de nuevo, dentro de su Templo.
De repente se
percata de un par de chiquitos que están sentados en el suelo, tristes y
dolidos, ya que hoy iba a ser la primera vez que salían en la procesión. Y es
que este Cristo, que ha visto de todo desde que fuera construido en el siglo
XIV, reconoce que estos niños no tienen culpa ninguna de lo que los adultos
hacen con el mundo. Por eso, aunque sólo sea por ellos y por otros pequeños que
están a su alrededor, decide que las 11 de la noche es la hora perfecta para
que deje de llover e, incluso, de detener el viento.
Y en efecto,
llegada esa hora no sólo se han marchado las nubes, si no que la Hermandad
Penitencial del Santísimo Cristo del Espíritu Santo, sale por las calles de
Zamora. Y, aunque con un poquito de retraso, el caminar es el mismo. Despacio y
en silencio.
Silencio
únicamente roto por el tañir de las campanas de la Iglesia del Espíritu Santo,
de las de la Santa Iglesia Catedral y por el del campanil procesional. Silencio
rajado por esas carracas de madera que portan algunos hermanos. Silencio que es
acompañado por las graves y, a la vez, finas voces del coro de la Hermandad
cuando interpreta “Crux Fidelis”.
Todo está en
silencio en esta noche que posee poca afluencia de público. Y no es lo
habitual, pero Cristo sigue su camino y termina de subir por la Cuesta del
Mercadillo para, acto seguido, girar su mirada hacia la izquierda. No quiere
saber nada de lo que ocurre al otro lado. La fachada de un edificio es la causa
por la que este año no podrán hacer el regreso por la Rúa de los Notarios y,
por eso, prefiere no mirar ahí. Aunque bien podría ser cualquier otro edificio
del Casco Antiguo pues, lamentablemente, no lo hemos sabido conservar como se
merece. Hoy es esa fachada, pero mañana, ¿cuál podría ser? ¿Nos acordaremos,
pasada la Semana Santa, de que tenemos Casco Antiguo?
El camino continúa
y, una vez atravesada la calle del Troncoso, el frío se apodera de la Plaza de
la Catedral, pero es vencido cuando el coro, esta vez, entona el motete
“Christus Factus Est”. Es momento de reflexionar, de pensar un poco más en lo
que y en quienes nos rodean. Es momento de guardar el móvil en el bolsillo y
cerrar los ojos, escuchar las súplicas de Dios y despertar para arreglar este mundo
egoísta y materialista.
Finalmente, el
tiempo se ha portado. Pero aún queda el regreso y, este año, toca hacerlo por
la Plaza de Antonio del Águila hasta la Rúa del Silencio. Un nuevo recorrido
que se estrena con escasez de público, pero ideal para recapacitar un poco más
sobre lo vivido hace unos minutos en el atrio de la Catedral.
Regresada la
comitiva a la Iglesia del barrio del Espíritu Santo, los hermanos colocan todos
los elementos procesionales en sus correspondientes lugares. El Santísimo Cristo
vuelve a presidir el altar y de manera inmediata, casualidad o no, se encuentra
con los dos chiquitos que, anteriormente, estaban apenados y sentados en el
suelo. Ahora se les ve contentos, orgullosos de haberse estrenado y de
pertenecer ya a esta Hermandad.
Los dos se fijan
en el Cristo y, con una sonrisa de oreja a oreja, lo miran con los ojos muy
abiertos. Ojos que comienzan a brillar gracias a la mágica luz de la luna que
se refleja a través del rosetón de la Iglesia. Una luna que alumbra como nunca lo
había hecho. Una luna que está provocando un amor especial por estos niños con
el Cristo del Espíritu Santo. Una luna de Viernes de Dolores.
Texto y fotos: Óscar Antón
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