Las
profundidades de las Tierras del Pan y del Vino tiemblan. Una tétrica oscuridad
se abalanza sobre ellas y los cielos sacuden con fuerza a las nubes que se ubican
en Zamora. Un humilde vecino menciona: “verdaderamente,
este era el Hijo de Dios”.
Cristo acaba de
morir en plena plaza de Santa María la Nueva. En su costado aún brota la sangre
de su recién creada llaga. Frente a Él, la Virgen de los Clavos le observa con
el alma desgarrada. A su izquierda, intenta tranquilizarla el mudo sonido de
las campanas de un Barandales de bronce que lleva siendo testigo, desde 1994,
de los acontecimientos acaecidos en esta armoniosa plaza.
Comienza el
entierro. Algunas personas, magníficamente vestidas de luto con túnica de
terciopelo, lo desclavan despacio y lo descienden de la cruz suavemente, con mucha
delicadeza. Y antes de que lo introduzcan en la urna, se lo muestran a su
Madre, que todavía no puede creer que lo haya perdido.
Es ella la que
clama al cielo, agarrando aún más si cabe esa corona de espinas y esos clavos
que tiene en su mano, sufriendo unas heridas que para nada son comparables con
el dolor interno que está sobrellevando. Es ella la que provoca el llanto al
cielo.
Y ahí acaba.
Todo acaba para ella. Todo. Y es entonces cuando se levanta y se desplaza,
lentamente, hacia su casa. Un lugar cargado de tristeza, dolor, súplicas,
injusticias, traiciones… Un lugar donde, qué ironía, tantas y tantas personas
disfrutan.
Se cierran las
puertas. El entierro acaba. El cielo llora.
Finaliza por
las calles el Viernes Santo en Zamora.
Texto y foto: Óscar Antón
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