Todo semanasantero recibe con ilusión el jueves de dolores: ¡empieza lo bueno! Pero todo semanasantero sabe que es inevitable sentir predilección por una imagen o una procesión en particular. Quien mejor lo entenderá serán las madres, que quieren y disfrutan con todos sus hijos por igual, pero siempre hay uno que, por puro instinto y sin querer, se adueña de su corazón.
Del mío se adueñó una madre, La Madre por excelencia de todos los zamoranos, la Virgen de la Soledad. Nuestra relación comienza hace más de veinte años, cuando mis padres, viendo cuánto me gustaba la Semana Santa, le pidieron a mis primas mayores que me llevasen con ellas en la procesión. Desde entonces, la Madre Soledad ha formado parte de mi familia, y su día no deja de significar para mí una reunión familiar.
Este año la mala suerte quiso que no pudiera acompañarla en su desfile anual por las céntricas calles de Zamora. Aún así, en compañía de mi familia (y mis muletas) la esperé en Santa Clara. Hacía muchísimos años que no veía la procesión, por haber estado formando parte de ella. Me sentía extraña: no había tenido que sacar unos días antes la capa para que se fuera estirando, o el traje, si ese año me tocaba salir con el clarinete; no había ido a recoger la cera, no había preparado el medallón, los guantes… pero la esperaba, a pie de calle, con la misma ilusión que había esperado otros años a que dieran las ocho y comenzásemos a andar, con los mismos nervios por verla entrar en la Plaza Mayor ya de noche, para finalizar el recorrido.
Se oían de lejos las cornetas y tambores, que siempre me recuerdan a la niña que fui, que en cuanto los distinguía entre el bullicio, se giraba para decirle a su abuelo “¡que ya viene!”. Pero en mi cabeza solo sonaba la Marcha Fúnebre de Chopin, esa marcha que tantos años he tocado junto a mis compañeros de la Banda Maestro Nacor Blanco para acompañar a la Soledad con nuestro esfuerzo, todavía sintiendo el cansancio del Jueves y Viernes Santo. Una marcha que siempre fue más Soledad para mí que la propia Soledad de Cerveró, una marcha que transforma a la Virgen y la impulsa a seguir caminando, a paso lento, pesado, cansado, y que te transforma a ti mismo, y de repente eres capaz de sentir su sufrimiento, y llegas a imaginar cómo sus lágrimas resbalan por sus mejillas, y te cala a ti también su soledad.
Este año la procesión traía novedad. Quería estar atenta para ver si la idea de hacer avanzar a las hermanas de dos en dos funcionaba, porque somos tantas las zamoranas hijas de la misma Madre que la ejecución del desfile cada vez se pone más complicada.
Desde la acera, la Soledad también se hace de rogar. Pero la espera siempre merece la pena. La distingues a lo lejos, con su luto reluciente, cabizbaja, arropada por la brisa que siempre mece su manto, y poco a poco se va acercando a ti, tan despacio.
Será por la confianza de tantos años, pero siempre que veo a esta imagen me sale sin querer contarle algo. Este año le recordé que el día que me lesioné fui a verla a San Juan y le pedí que pudiera ya andar para el Sábado Santo. Pero como no había podido ser, esta vez le dije que pasara lo que pasara, me cayera donde me cayera o me rompiera lo que me rompiera, el año que viene desfilaría a su lado.
Texto: Beatriz Cepeda
Fotos: Horacio Navas
No hay comentarios:
Publicar un comentario