Zamora amanece
cada día con incertidumbre. Por un lado, pensando en la despoblación que, poco
a poco, va devorando tanto a la capital como al resto de poblaciones que la
componen. Por otro, imaginando cómo estaría la ciudad de hermosa si careciera
de pintadas, si las placas y monumentos robados volviesen a su lugar de origen
o si los edificios de la zona antigua no se cayesen a pedazos.
Los jilgueros
cantan a los cuatro vientos que nuestra muralla se desvanece y las cigüeñas,
mientras buscan alimentos para sus crías, se preguntan si no cabría la
posibilidad de arreglar esas aceras de las Rúas, para que los zamoranos
pudiesen pasear sin miedo a tropezarse.
Zamora amanece,
día tras día, con indecisión. La falta de oportunidades provoca la salida
dolorosa del familiar más cercano, temiendo que el regreso no suceda nunca. Los
ciudadanos estamos tan absortos con ese demonio llamado “tecnología”, que
apenas prestamos atención a nuestro río Duradero, que llora y observa, día tras
día, cómo su querida Zamora se va desvaneciendo, sin que a nadie le preocupe.
Sin embargo,
hay un día al año en que Zamora amanece con delirios. Un día en que, cuando el
sol ilumina en su plenitud a la Bien Cercada, podemos gritar con júbilo que la
ciudad está llena de esperanza.
El aroma que
percibimos nos refleja una ilusión que respiramos con satisfacción. Las calles
parecen estar recién construidas y el ambiente es el que tanto estábamos
buscando durante el resto del año. Y es que hoy es, y mejor decirlo con
mayúsculas, DOMINGO DE RAMOS.
Hoy es el día
en que recordamos el momento en que Jesús entró triunfalmente en Jerusalem. Y
lo hizo de la manera más noble que un hombre como él podía hacerlo, montado en
una preciosa y absorta borrica, pues no deja de observar el delirio que la está
rodeando.
Un delirio que observamos con una sonrisa de oreja a
oreja, pues en la tarde del Domingo de Ramos nos damos cuenta de que en Zamora
hay cantera. Pero sólo hay cantera si los adultos la tratamos bien y no la
perdemos de vista. Y eso se hace con mimo, delicadeza y, sobre todo, no
perdiendo la atención.
Estos niños, pues, ríen cuando saludan a sus amigos y
compañeros, portan las palmas con júbilo y también observan el magnífico paso
de Florentino Trapero con tal sonrisa que es imposible no emocionarse con ellos
y por ellos.
Porque estos niños, los que hoy envuelven a Jesús y a
la borrica, son el futuro de la Semana Santa y de la ciudad. Sí, ese futuro por
el que estamos tan indecisos y preocupados. Es por eso que no podemos, no
debemos, perderles de vista.
Y junto a la algarabía de la tarde, se junta el
repique de las campanas de la Iglesia de San Juan, formando así un dúo
conmovedor. En su conjunto nos están avisando de que, en esta tarde de Domingo
de Ramos, Jesús no entra en solitario en Jerusalem, sino que lo hace acompañado
de todos los niños de la ciudad. Los mismos que le despiden en la puerta del
Museo de Semana Santa, alzando y agitando palmas y ramos, diciendo “hasta la
vista” o “hasta pronto”, de una manera tan sincera y cálida, que todos nos
sentimos como ellos en este momento tan dulce. Ellos, verdaderamente, son la
alegría y la esperanza de Zamora.
Texto: Óscar Antón
Foto: Horacio Navas
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