martes, 16 de mayo de 2017

Viernes Santo: Comienza el Cortejo

Suena el despertador. Son las 4 de la tarde. Apenas he dormido un par de horas, pero no estoy cansado. Ha sido una noche larga… o eso dicen, ya que mi noche ha sido, aún sin dormir, la más corta del año.

Me dirijo a un funeral, pero no uno cualquiera porque, según las gentes de esta ciudad, voy a vivir uno de los momentos más estremecedores de la existencia humana.

Encuentro un sitio en una de las calles más transitadas de Zamora. Hace calor, mucho calor. Últimamente nos estamos acostumbrando al calor durante estos días. Frente a mí, en pleno centro de la calle, se ubica una hermosa Iglesia románica. Anonadado me hayo observando su rosetón cuando, de repente, diviso a mi derecha unos caballos. Comienza el Cortejo.


Según se acercan, el corazón me late más deprisa. Ver a estas bellas criaturas con el sonido, de fondo, de unos tambores que suenan a muerte, hace que me entre en el cuerpo una sensación extraña pero, eso sí, muy hermosa.

A continuación, un personaje muy curioso toca unas esquilas. Su cometido parece ser el de avisar a la gente de que el entierro ya está aquí. A mi lado, una niña de unos 10 años comienza a llamarme la atención, ya que les está explicando a sus abuelos que ese personaje se llama “Barandales”, sale en muchas más procesiones y, en cada una de ellas, tocando unas esquilas distintas, siendo las del Santo Entierro, las que más pesan.

La miro asombrado, pues no esperaba que una chiquilla tan pequeña, supiera cosas como esas. 


Vuelvo a la procesión y aparece el primero de los pasos. A mí mismo me digo: “Aquí viene la Virgen”. Pero parece ser que no lo dije tan bajo como quería, pues la niña de al lado me oye y, valiente, me rectifica: “No es la Virgen, es la Magdalena”.

La sonrío pero, automáticamente, me ruborizo tanto que tengo que apartar la mirada enseguida. ¿Cómo he podido tener este error? La niña tiene razón, porque claramente se ve a La Magdalena sostener, en sus manos, un pañuelo y un pomo de perfumes, para limpiarle a Cristo las heridas causadas por la crucifixión. La imagen es muy hermosa y su mirada, perdida en el cielo, se me clava en el corazón. Es la misma mirada de alguien que ha perdido a un ser querido.

La cosa no ha hecho más que empezar, cuando aparece el segundo paso. Una interesante representación evangélica… y una impresionante talla del crucificado que, según pasa delante de mí, siento como que empequeñezco. ¡Nunca había visto en Zamora paso tan alto!


Pero no tardaré en callarme la boca, porque viene La Lanzada. Las sobrecogedoras Imágenes, al ritmo de la marcha fúnebre, consiguen hacerme llorar, porque lo que estoy viendo es real… ¡Realmente le están clavando la lanza a Nuestro Señor Jesucristo!

Y de la música, al silencio. Sigilosamente se acerca el Hijo de Dios, clavado en la Cruz. Me santiguo y no puedo dejar de suplicarle que, por favor, nos perdone. ¿Cómo es posible que el hombre pueda llegar a ser tan malvado? ¿Cómo puede destruir todo lo que ve a su alrededor? Da igual que sea con otras personas, animales, o con la misma Tierra, ensuciándola, quemándola, contaminándola… Destruyéndola.

Bajo la cabeza y pierdo la mirada al suelo, pero la niña que tengo a mi lado me despierta, porque sigue entusiasmada contándoles a sus abuelos todo lo que sabe de esta longeva Cofradía: “Ahí viene el primer paso que hizo Ramón Álvarez para la Semana Santa”.

“¿Ramón Álvarez?” Le digo. “Sí –me contesta- es el imaginero más famoso de Zamora y tiene muchos pasos”.

Mi mente no deja de pensar en lo lista que es la niña. Miro esa primera obra de Ramón Álvarez y descubro que representa el momento en que a Cristo lo descienden de la cruz. Las miradas de todas las figuras tienen un gran realismo, llamándome mucho la atención José de Arimatea y Nicodemo. No me extraña que confiaran en Ramón Álvarez para la creación de más pasos.

Luego vienen dos imágenes de la Piedad. La primera debe ser, según me dijo un amigo zamorano, la que realizó el sevillano Ramos Corona hace pocos años. La segunda es más completa, ya que tiene seis figuras más. En este llanto sobre Cristo muerto me fijo, sobre todo, en la Virgen María, que grita al cielo la misma pregunta que todo el mundo se realiza cuando nos encontramos en esta situación: “¿Por qué?”

“Ese paso que viene por ahí se le conoce como La Pulga”. Miro a la niña, que sigue deslumbrándome con su sabiduría. No puedo más y le pregunto que cómo sabe tanto. Me dice que le enseñaron todo eso en una visita guiada que tuvieron con el colegio al Museo de Semana Santa.

Tímidamente la sonrío y le pregunto que por qué, a un paso que representa el momento en que a Cristo lo trasladan al Sepulcro, lo llaman “La Pulga”. “Porque una mano de Cristo tiene dos dedos tan juntitos, que parece que está aplastando una”, me dice.

¡Qué encantadora de niña! Sus abuelos la miran orgullosos mientras, de fondo, se oye Mater Mea, una de mis marchas favoritas. Poco a poco, la música se adentra más en mis oídos y es por ello que vuelvo a la procesión para ver la siguiente escena del funeral: San Juan y la Virgen. Y es que ya lo dijo Jesús: “Juan, he ahí a tu madre. Mujer, he ahí a tu Hijo”.
 

Ellos mismos encabezan el paso del Retorno del Sepulcro, eso sí, en un grupo escultórico más completo. Viene muy tranquilo, sin música. Como en cualquier funeral, todas las voces y sonidos se apagan en el momento exacto de enterrar a nuestros seres queridos. Es un momento de silencio absoluto. Todo se apaga.

Sin embargo, a continuación, veo el cuerpo muerto de Cristo en una hermosa Urna de madera. Esta vez, la marcha fúnebre de Chopin sustituye al silencio, pero el dolor es igual de intenso.

Y para finalizar, esta vez sí, la Virgen de los Clavos. Ahora, la niña es la que me habla directamente a mí y me dice que es “la última obra de Ramón Álvarez”. Así pues he podido disfrutar, en una misma procesión, de la primera y última gubia del imaginero. “¡La única que va bajo palio!”, me repite sin cesar. Y la veo marchar. Lenta. Mirando al cielo. Preguntándose por qué. Y yo también me lo pregunto… ¿Por qué?

Acabado el cortejo, me doy la vuelta para darle las gracias a la niña, pero no la encuentro. No obstante, a lo lejos, la veo marchar cogida de las manos de sus abuelos. Se la ve feliz, contenta, orgullosa de pertenecer a una Semana Santa como la de Zamora.

Y yo, paralizado viéndola marchar, sonrío por ella. Sonrío por sus abuelos. Y sonrío por todos los zamoranos que están conservando esta grandiosa Semana Santa pues, gracias a ellos, he vivido una tarde, la del Viernes Santo, inigualable. Sonrío por ellos y, desde hoy mismo, también sonrío por mí.


*Extractos de este relato están basados en hechos reales y, por eso, se lo dedico a Carmen. Y a todos los niños y niñas que aprenden con mis palabras a amar nuestra Semana Santa.

Texto: Óscar Antón
Fotos: Jennifer Sánchez

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