jueves, 16 de mayo de 2019

La Tormenta que Trajo la Calma

La noche del Viernes Santo acontece calmada, los últimos vestigios de lluvia empapan la cara de los cofrades de la Plaza Mayor ansiosos por escuchar el primer Thalberg del año. Yo estaba en la puerta del Museo de Semana Santa nerviosa por escuchar las previsiones, apretaba con fuerza mi clarinete tratando que no se mojara. Recorrido completo. Parecía casi imposible, miré al cielo y seguí notando la lluvia en mis mejillas.

Los pasos comenzaron a salir hacia Viriato, yo esperaba a nuestros compañeros de La Crucifixión y toda mi banda fue detrás de ellos por primera vez en la noche, ilusionados por poder poner música a una madrugada más. El sonido de la caja iba acompañándolos en ese pequeño recorrido y a mí se me ponían los pelos de punta. 

“El Cinco de Copas ya está bailando”, que ironía, como si no pudiera sentirlo, como si no temblaran mis raíces a cada uno de sus pasos. “Salimos con Thalberg”, como si fuera novedad, llené mis pulmones de aire y toqué las primeras notas de esa marcha, ya himno zamorano, con todas mis fuerzas, como si de alguna forma quisiera así advertir que estábamos allí y que esto no había hecho más que empezar.

Llevaba en las piernas aún el peso de La Esperanza y la Vera Cruz, pero me sentía con la fuerza necesaria en sintonía inefable con las ganas. Me habláis de pasión, a mí, avezadas manos que mueven los dedos aún presa del frío, como la Soledad en Tres Cruces, manos entrelazadas que conmueven en cada una de sus reverencias. Me habláis de emoción, pero nada es equiparable a la caricia de un nazareno, a la noche en vela, a los fondos interminables…

Dicen que quien no lo ha vivido no puede entenderlo, permíteme tratar de explicar ese sentimiento de orgullo cuando ves levantar el Cinco de Copas, cuando lo acompañas con tu música, cuando de un impulso tiemblan las figuras en armonía con tus piernas. Es difícil de explicar, pero no imposible, cuando retumba la melodía del Merlú por las calles en calma, cuando la tormenta apacigua las ganas, pero la calma trae consigo la esperanza de una Madrugada increíble.

Este año ha sido de los mejores que puedo recordar, creí volver a vivirlo desde fuera, creí, por un mínimo momento, volver a ser la niña de ojos profundos que miraba con desasosiego la procesión en hombros de su padre. Creí volver a sentir la mano de ese cofrade que me ofrecía una almendra y el tenue tono de mi voz preguntándole quien era, sonreían tus ojos y yo me di cuenta, y ojalá sigan sonriendo desde el cielo.

El chocolate caliente avivó mi cuerpo y la vuelta fue dura, pero intensa. Avanzábamos despacio, el toque del Merlú se escuchaba en intervalos de tiempo cada vez más cortos. Están entrando en la Plaza. Me pesaban los pies, pero cada mirada de emoción me hacía coger fuerzas para seguir tocando. Fue una mañana calmada, y la entrada al Museo más bonita que he vivido nunca.

“Mantened la formación”, no habíamos escuchado nada más, nos limitamos a eso. La Crucifixión avanzaba despacio en sus diez minutos de gloria, vi las figuras desaparecer con la fuerza de la marcha de Jaime Gutiérrez homónima a las tallas. De repente sucedió lo que nunca nos había sucedido, vimos el paso bajar, los cargadores salían entre aplausos de debajo de la mesa. Aplaudía y nos miraban, a mí, a nosotros. El director abrazó al jefe de paso y colgaron una banda de hermandad en nuestra bandera. Crucifixión es una marcha que necesitaba fuerza y a mi me la ahogaban las lágrimas, pero nunca dejé de tocar. Vi un pulgar hacia arriba, todo había ido bien, le devolví el gesto aún sin dejar de tocar. Había acabado, la Mañana había acabado, un año más, y no había podido hacerlo mejor.

Solo os pido una cosa más: nunca dejéis de poner la ilusión a estos momentos, que nosotros pondremos la música.

Texto: Alba Carbajal
Fotos: Víctor Garrido

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